jueves, 25 de marzo de 2010

Los secundarios de la Real Academia Española


Por Luis Carlos Díaz Salgado

[Artículo originalmente publicado en el mensual de crítica de la cultura La Fiera Literaria (versión impresa), núm. 222, Madrid-Barcelona-Sevilla, marzo del 2010. Rechacen plagios como este.]

Ya sé que dicho así, de sopetón, puede resultar un poco difícil de creer; pero les aseguro que pocas actividades me resultan tan entretenidas y chistosas como leer en la prensa las noticias relacionadas con la Real Academia Española. No me ocurre con todas ellas, eso también es cierto; a algunas les concedo la relevancia y el alcance que realmente tienen, como la reciente elección de Inés Fernández Ordóñez, la primera lingüista que ingresa en la RAE, o la más reciente aún presentación de la nueva Gramática académica, la más cercana a la ciencia lingüística de las hasta ahora elaboradas y publicadas por la institución. Sin embargo —y como les decía—, estos casos son las excepciones, y por regla general las noticias sobre la Academia suelen producirme el mismo efecto que el de una sesión de risoterapia. En fin, qué le voy a hacer, soy así de raro; ya sé que para la mayoría de hispanohablantes la Real Academia Española es una respetable institución cultural donde la tradición, la solemnidad y la ceremonia se confunden a menudo con lo viejo, lo fastidioso y lo aburrido —y esto poco tiene de entretenido, claro está—; pero yo, por el contrario, encuentro que las declaraciones que realizan los académicos no sólo son divertidas, sino que en ocasiones resultan más hilarantes que las letras de una chirigota gaditana.

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En esta tarea de divertirme a golpe de declaraciones y ocurrencias desatinadas brillan con luz propia los escritores. Nada más conocerse que han sido nombrados académicos —y como si del ganador de un concurso de belleza se tratara—, son tantos los disparates y tantas las banalidades que cuentan los recién llegados que sólo pueden compararse en vacuidad y desparpajo con los disparates y las banalidades que declararon en su día los escritores académicos ya veteranos. Lean, por ejemplo, lo que confesaba hace unos días la escritora Soledad Puértolas, última adquisición de la RAE, cuando un periodista le preguntó sobre la función que desempeñaría en la denominada Docta Casa:

Ni idea. Lo que me pidan. Lo que soy. Mucha ciencia no creo, no soy gramática ni tengo los conocimientos eruditos de un filólogo o un lingüista. Será algo mucho más personal y subjetivo, como lo es la creación literaria; y algo más intuitivo, quizá más arriesgado. Un acercamiento natural a la lengua.

Ya les digo, como si de una cuchufletera se tratara, la séptima mujer de la historia española en convertirse en académica numeraria de la lengua (sólo siete en trescientos años de historia) se presenta ante la prensa para declarar —eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja— que no tiene más idea de gramática, filología o lingüística que la de andar por casa, y que lo suyo será, por tanto, «un acercamiento natural a la lengua». Signifique lo que signifique esta última frase, ¿se imaginan ustedes a un miembro electo de la Academia de la Historia afirmando que sólo puede dar fe de los tiempos que le han tocado vivir? ¿Podrían entender que un académico de Farmacia confesara que las medicinas que mejor conoce son las aspirinas y el ibuprofeno que toma cuando le da fiebre? ¿Comprenderían que un académico de Jurisprudencia anunciara sin sonrojo ante la prensa que las únicas leyes que domina al dedillo son las de la república independiente de su casa? No, ya sé que no. Este comportamiento sería impensable en una institución medianamente seria; y, por ello, en la Academia de Farmacia ingresan los farmacéuticos; en la de Historia, los historiadores; en la de Jurisprudencia, los jueces y abogados; y en la de Medicina, los médicos. Además, de esta manera —y por lógica tan simple—, los miembros de estas Reales Academias se ahorran el bochorno de confesar públicamente que no tienen ni idea de por qué o para qué han sido elegidos.
A diferencia de estas instituciones, y salvo en el caso de los pocos lingüistas y filólogos, la mayoría de miembros de la Real Academia Española se caracteriza por esmerarse en airear sus desnudas posaderas lingüísticas tan pronto conocen que han conseguido uno de los sillones con nombre de letras. Este comportamiento, además, es tan previsible como una ley física, créanme: se cumple irremediablemente y sin excepción alguna. Se me viene a la memoria, por ejemplo, el caso de Arturo Pérez Reverte, quien confesó —sin duda con el pecho henchido del orgullo hispano que lo caracteriza— que junto a él entraban en la Academia «todos sus lectores», y que su primera tarea en esta institución sería la de «escuchar y aprender». Es bien conocido por todo aquel que lo haya leído que Arturo Pérez Reverte es un cachondo en toda regla, pero hay que reconocer que aquí el escritor cartagenero se superó a sí mismo. Porque quien ingresó en una institución cultural dedicada a la lengua española sin pasar por una Facultad de Filología —que es donde los lingüistas van a «escuchar y aprender»— es él; quien aumentó su caché al hacerlo es él; quien a partir de entonces va de gañote a los Congresos de la Lengua que se celebran en América es él; y es él, en definitiva, quien aceptó ser académico de la lengua sin merecerlo; no por deméritos literarios, sino por deméritos científicos. Sus lectores no tienen la menor culpa de que a Reverte le atraigan los honores, seamos justos; bastante tienen ya con leer los comentarios machistas y carpetovetónicos que adornan muchas de sus obras literarias y la mayoría de sus artículos periodísticos. A cada uno, lo suyo.
Javier Marías, amigo y compañero de fatigas de Pérez Reverte, también ofreció en su día un buen ejemplo de esta guasa académica tan socarrona de la que yo disfruto enormemente. Tras conocer su nombramiento, Marías confesó sin empacho alguno que «no entendía por qué la Academia admitía en su seno a novelistas», ya que la labor de estos era «bastante pueril». Es difícil mostrar mayor desparpajo e ironía a la hora de aceptar un cargo, no me lo nieguen: es como cuando Groucho Marx afirmaba que jamás ingresaría en un club donde admitieran a gente como él. Y que conste que yo coincido con Javier Marías en lo principal: yo tampoco entiendo el criterio de la Real Academia Española a la hora de admitir nuevos miembros. No entiendo que en una academia de la lengua las decisiones lingüísticas las tomen escritores, biólogos, almirantes, sicólogos, arquitectos o periodistas. Tampoco comprendo que personas cultas y de gran talla intelectual y profesional —como muchos de los miembros de la RAE— admitan un cargo y una responsabilidad teórica para la que lisa y llanamente no están preparados. Así pues, o están locos estos académicos nuestros… o son unos guasones. Porque, díganme: ¿A quién en sus cabales se le ocurriría encargar la redacción de un diccionario a un poeta, por más genial que este pudiera ser? ¿Quién, con un poco de sentido común, escogería para redactar una gramática a un novelista, aunque fuese Premio Nobel? ¿En qué cabeza cabe, por tanto, que podamos tomarnos en serio a una institución en la que muchos de sus miembros declaran no tener ni idea de lo que hacen allí? El funcionamiento de la Academia Española es pura locura o pura broma, ya les digo, y por eso me resulta tan jocoso comprobar cómo mucha gente incluso considera que esta institución es ejemplo de seriedad y buen hacer: ¡bendita inocencia!
En fin, para mi deleite particular, lo paradójico de este comportamiento irracional y caduco que confunde un arte, la literatura, con una ciencia, la gramática, radica en que no es exclusivo de la Academia Española, sino que lo practican la mayoría de academias de la lengua. Un ejemplo muy claro de esto que les cuento tuvo como protagonista al director de la Euskaltzaindia, la Academia de la Lengua Vasca. Esta institución, que se encarga de elaborar la ortografía, el diccionario y la gramática del euskera, rechazó en su día al lingüista vascofrancés Xarles Videgain para admitir poco después a un ingeniero industrial, Andoni Sagarna, y a un escritor, Bernardo Atxaga. Con la intención de justificar ante los medios el extraño criterio de su institución a la hora de escoger nuevos miembros, el director de la Academia Vasca, el notario Andrés Urrutia, no dudó en resaltar ante la prensa las excelencias y el compromiso de este último:

Hay quien piensa que le hemos dado un premio nombrándole euskaltzaina [miembro de la Academia Vasca]. En realidad, le hemos llamado para trabajar.

Si el señor Urrutia hubiese tenido en cuenta la ley inmutable de la que les vengo hablando, esa que establece que un escritor recién elegido académico lo primerito que hace es el ridículo, entonces el director de la Academia Vasca se habría cuidado muy mucho de efectuar tales afirmaciones, porque al bueno de Bernardo Atxaga le faltó tiempo para declarar ante la prensa:

La pregunta debería ser qué tipo de trabajo puedo hacer. Porque es evidente que no puedo aportar mucho a las cuestiones intrínsecamente lingüísticas. Yo no puedo hacer gramáticas ni diccionarios, ni puedo ayudar en esos quehaceres. Lo que sí puedo hacer con más dedicación es esa tarea de cara al exterior. […] Sería una especie de propagandista de la lengua en el extranjero.

Vamos, que Atxaga ingresaba en la Academia Vasca para trabajar… de relaciones públicas: acabáramos. Así se entiende que Xarles Vidagain fuera rechazado en esta institución; así se entiende también que la propia RAE desestimara en su día la candidatura del lingüista Antonio Quilis para dejar sitio a Juan Luis Cebrián; así se entiende que la RAE escoja ahora a Soledad Puértolas cuando no hace tanto le negó el asiento al subdirector de ¡su propio Instituto de Lexicografía!, Rafael Rodríguez Marín, un lingüista competente que abandonó la institución poco después, no se sabe si por hastío o por vergüenza torera. Así se entiende, en definitiva, que la Academia haya tenido que recurrir a gramáticos y lingüistas ajenos a su seno para elaborar la nueva Gramática, la primera obra medianamente científica de toda su historia. Pero vaya, situaciones esperpénticas como estas no son raras cuando 31 de los 46 miembros de una academia de la lengua se dedican a las relaciones públicas y a la propaganda en vez de a la lingüística. Ese es el chiste con el que me vengo riendo desde hace ya muchos años.
En fin, ahora que se apagan en la prensa los ecos de la elección de Soledad Puértolas sé que me aguardan algunos meses de apatía hasta que la Academia elija a otro médico, a otro cineasta o a otro escritor, que bien podría llamarse Almudena Grandes, Elvira Lindo, Maruja Torres, Juan José Millás, Carlos Ruiz Zafón o cualquier otro peso pesado de nuestra liviana literatura actual; total, lo mismo daría uno que otro. Por eso les confieso que yo esperaré confiado y expectante, ya que estoy seguro de que sea quien sea el elegido —o la elegida— me proporcionará los mismos buenos ratos que Marías, Reverte o Puértolas, quien por cierto ya ha adelantado que su discurso de ingreso en la Academia versará sobre los personajes secundarios. Si me acepta el consejo, y en compensación por las risas que me he echado a costa de sus declaraciones, yo recomendaría a Soledad Púertolas que, en vez de citar a personajes literarios, fijara la vista y el ingenio en los escasos lingüistas de la institución en la que ingresa. Nada mejor para hablar de subalternos en el salón de plenos de la RAE que recordar a los científicos del lenguaje, los auténticos secundarios de la Real Academia Española.

Este artículo se terminó de escribir en Sevilla, a mediados del mes de febrero del 2010.

martes, 9 de marzo de 2010

La expresión "me tienen los huevos al plato", ¿estará en el nuevo diccionario?


Bajo este titulo, el blog "Club de Traductores Literarios de Buenos Aires" publica un artículo de Jorge Aulicino, poeta, periodista y director de la Revista Ñ de Buenos Aires, sobre la aparición del Diccionario de Americanismos de la Real Academia Española. Tomando como base las declaraciones del Secretario General de la Asociación de Academias de la Lengua Española, Humberto López, Aulicino pone en blanco sobre negro una realidad que a muchos "nos tiene los huevos al plato": el espíritu centralista, con rancio sabor imperial, que anima la normativa que pretende imponer la RAE a 45O millones de castellanohablantes, de los cuales 400 millones hablamos un castellano no español.
A continuación, el artículo de Aulicino.
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Un caballo como el de Troya para entendernos mejor
Por Jorge Aulicino

Ahora que el desgraciado terremoto en Chile convirtió el Congreso de la Lengua, que debía realizarse en Valparaíso, en un congreso virtual (se podrán ver en la red las ponencias), resulta más patético leer el texto que sigue, un recuadro en la edición del domingo pasado de Babelia, el suplemento de cultura de El País, de Madrid, cuyo tema de tapa es el idioma, en relación con el Congreso de la Lengua. El recuadro se refiere al Diccionario de Americanismos que ya apareció en España y aquí. Cada palabra de este breve texto parece acrecentar sus significados en medio de una nota más amplia cuyo copete asegura que el "español de América protagoniza el Congreso de la Lengua" y ahora que el Congreso no se celebra ya sobre tierra firme americana. Léase:

"El diccionario de americanismos es fundamentalmente un diccionario descodificador, explica el Secretario General de la Asociación de Academias de la Lengua Española, Humberto López. El objetivo es que la gente conozca una palabra o expresión de América y se sitúe. Así todos los textos escritos allá pueden ser entendidos en el mundo. Es un diccionario, según López, que "viene a llenar un vacío. Hasta ahora si alguien quería conocer algún americanismo tenía que comprar o leer el diccionario de Moringo que lleva treinta y tantos años". // Se trata de una idea centenaria y puesta en marcha en 1998 con el trabajo de las 22 academias. Cada una propuso, envió, revisó y aprobó las palabras y definiciones coordinadas en Madrid. El diccionario es el más completo del léxico americano, tiene 2.500 páginas, más de 70.000 entradas, unas 120.000 acepciones, sinónimos y variantes en la mayoría de las voces, etimología y procedencia de las palabras en la mayoría de los casos. "Es un aire fresco que entra sobre todo para el público español. Un trabajo rompedor desde la lexicografía en general", y concluye López: "Se lo debíamos a los hispanoamericanos".

Notas:

"Diccionario descodificador": El redactor cita nada menos que al Secretario General de la asociación que reúne a las Academias de 22 países de lengua castellana; se refiere –el mentor– a que los americanos debemos ser pasados en limpio, pues al parecer, hablamos todos un slang, un código;

"La gente": Sustantivo colectivo que parece englobar al mundo, exceptuados los americanos de habla castellana. En efecto, se trata de eso, pues el Secretario dice inmediatamente: "todos los textos escritos allá pueden ser entendidos en el mundo."

"Cada uno propuso, envió, revisó y aprobó las palabras y definiciones coordinadas en Madrid": el orden no permite percibir claramente cómo se hizo el trabajo, ya que al parecer primero las palabras se propusieron y enviaron, y luego se las revisó y aprobó, coordinadas (las palabras) en Madrid. La oración trasmite que ha habido un confuso trabajo, en el que quizá las palabras se iban aprobando a medida que se las "coordinaba";

"Un aire fresco para el público español": Confrontar con "la gente".

"Un trabajo rompedor": Probablemente, rupturista. Quizá, molesto (en el sentido americano, específicamente argentino, de romper los huevos);

"Se lo debíamos": ¿Los españoles coordinadores?

"A los hispanoamericanos": A todos ellos.

Me resisto, me debato, me contengo, me remuerdo, para no creer que este suelto ha sido dictado por algún improbable espíritu centralista del idioma, por una Casa de Indias de la lengua, pero está tan lleno de anfibologías y pleonasmos que me da espina. Que me cuelguen si los americanos somos un bloque lingüístico, por empezar, y si vale lo mismo, por ejemplo, decir aquí "pico" que decirlo en Chile, sin provocar allá una carcajada, al menos una sonrisa condescendiente. Y que me echen los galgos si no tenemos los americanos entre nos tantas cosas lexicográficamente distintas como los españoles con cualquiera de nosotros. Y que Dios y la Patria me lo demanden si entiendo que la Academia ha querido hacernos un regalo para que nosotros mismos nos entendamos. Y pongo los pies en polvorosa.

Si este criterio de la RAE, que convierte en un bloque de americanismos a los chilenismos, peruanismos, paraguayismos, mexicanismos, etc.; es decir a nuestros léxicos diversos; es decir, los léxicos de la mayor parte de los hispanohablantes; si este criterio, digo, es el mismo que debe regir las traducciones... en fin, estamos en el horno (argentinismo por “en dificultades serias”, o directamente, por “condenados”).